Todavía no sé por qué se le llama campo a un lugar sin
flores. No entiendo cómo se puede llamar “refugio” al desamparo. Ni que este
camino fuera la huida de lo que me encontré en él.
No aprendí que la oportunidad estuviera bajo una tela que
deja filtrar el agua, no me enseñaron que la buena suerte residía en comer de
las limosnas de los que se sienten culpables por mirar la hora en un gran
reloj. Me parece repugnante traducir la culpabilidad en una solidaridad
asquerosa donde se nos tiran alimentos desde el cielo y que recibimos como
hormigas debajo de una barbacoa.
Yo soy el insecto, yo soy el que ruega, el que pide y el que
agradece mantenerse con vida. Yo soy el que se adapta sin querer, el que come
sin gusto y el que despierta cada día deseando seguir dormido.
Soy el que bebe de dudosas fuentes, el que llora sin
consuelo y el que mira la hora en la llegada del furgón. Y ni siquiera soy el que da pena, ni al que
ponen el primero en la lista de ningún sitio. No soy lo suficientemente niño
para estar cerca de su madre, ni lo suficientemente adulto como para no volver
a verla. No soy fuerte, ni débil, simplemente soy. De los del montón que ayuda
a levantar cajas y a trasladar mantas, de los que no son arropados ni
alimentados. Soy sin ser nada, alguien que no es nadie.
Ojalá pudiera decir que he perdido de la cuenta de lo que
llevo aquí, así. Pero no, cada día me pesa y me resta vida. Cada día lo cuento
y lo sufro como si fueran tres. Pero eso no es lo peor. Lo peor es no saber
cuánto queda, cuánto más. Cuántas noches voy a tener que dormir con la
obligación de despertar.
Esto no es esperanza, esto no es bienestar, ni protección, ni
está cerca de serlo. Estoy cansado de repetir mis días sin posibilidad de
hacerlos distintos, sin que nadie valore lo que soy, sin que nadie me mire a
los ojos o me lleve de la mano. La ducha me escuece, las caricias no existen,
los sueños tampoco. Las risas son eco, las sonrisas borrosas y desfiguradas. El
frío es aterrador, la compañía vacía.
El hambre atronadora rompe los silencios. Las miradas al
suelo y las manos entrelazadas son nuestro uniforme. Y así terminamos lo que
nunca acaba, así despedimos un día que volverá mañana.
Y esto es, según dicen, nuestro refugio.
Hola. No sabía que escribías relatos(te sigo en IG). En cuanto tenga un rato los leeré todos, el de "Mi refugio" me ha parecido genial, duro... Enhorabuena.
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